La hermosa burócrata

La hermosa burócrata

von: Helen Phillips

Ediciones Siruela, 2018

ISBN: 9788417454074 , 192 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 9,99 EUR

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La hermosa burócrata


 

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UNO

La persona que la entrevistó no tenía rostro. En otras circunstancias —si el mercado laboral no hubiera llevado tanto tiempo en una situación tan deprimente, si el verano no hubiera sido tan triste y bochornoso—, puede que eso le hubiera quitado las ganas de llegar a poner un pie siquiera en aquel despacho. Pero, tal y como estaban las cosas, lo primero que pensó fue: «¡Estupendo, la pinta del entrevistador seguro que desalienta a los otros candidatos!».

Lógicamente, encontró casi de inmediato una explicación a la impresión de que la persona sentada a la mesa carecía de rostro: su piel tenía la misma tonalidad gris que la pared de detrás, los ojos estaban ocultos tras unas gafas con cristales espejados y la luz de los tubos fluorescentes desdibujaba los rasgos que quedaban por encima de un traje gris que podía ser tanto de hombre como de mujer.

A pesar de todo, la impresión no desapareció.

Josephine dejó su currículum en la enorme mesa metálica y se alisó la falda del sencillo pero pulcro traje marrón. El hombre (o tal vez fuese una mujer, no habría sabido decirlo) tenía en la mano un bote de típex, con el que le indicó una silla de plástico.

Los labios del entrevistador, resecos y ligeramente torcidos, se separaron y dejaron escapar el peor aliento que Josephine había olido nunca cuando le preguntó si había visto algo extraño de camino a la entrevista.

Lo más extraño que había visto de camino a la entrevista era el edificio en el que estaban. Al salir de la estación de metro y doblar la esquina para llegar a la dirección indicada, la había sorprendido toparse con una inmensa construcción de cemento sin ventanas que parecía extenderse sin fin en lo que era, por lo demás, un modesto barrio residencial. La fachada de cemento estaba interrumpida a intervalos regulares por robustas puertas metálicas. En un lado había unas enormes y descoloridas «A» y «Z» superpuestas de tal forma que era imposible saber cuál de las dos debía leerse primero. Una estrecha franja de césped medio seco separaba el edificio de la acera. Siguiendo las indicaciones, localizó la puerta Z; de hecho, fue la primera que encontró y decidió interpretarlo como un buen augurio. El ascensor era lento. Los pasillos de cemento resonaban con un ruido acelerado que no logró identificar.

—No —mintió Josephine.

—Está casada —preguntó, o afirmó, La Persona con Mal Aliento, como si fuera un corolario de la primera pregunta.

—Sí —dijo y a ella misma le conmovió el tono alegre de su voz; hacía ya cinco años y todavía le parecía una novedad lo de ser su mujer. Unos meses antes, a los pocos días de mudarse a esa ciudad desconocida para ellos, cuando estaba vaciando cajas en el apartamento recién alquilado, había pensado: «¿De verdad la evolución se las ha arreglado para acabar en esto? ¿En esta cuchara, esta taza, este plato, en nosotros, aquí?».

—El nombre de su marido —prosiguió La Persona con Mal Aliento. Qué voz más seca; a Josephine le dolió la garganta por simpatía.

—Joseph —respondió.

—Nombre completo.

—Joseph David Jones.

Reparó entonces en que La Persona con Mal Aliento no le había dicho ni su nombre ni su cargo.

—Trabaja.

—Sí, como administrativo, no muy lejos de aquí. —Decidió no mencionar que había conseguido el trabajo hacía apenas un mes; que así había puesto fin a una larga y agotadora temporada de desempleo; que habían huido del hinterland1 con la esperanza de encontrar trabajos como esos; que habían huido con la esperanza de encontrar esperanza—. A solo una parada de metro, en realidad —añadió, en vista del silencio que había seguido a su primera respuesta.

—¿Le molesta que su marido tenga un nombre tan corriente?

No estaba segura de si debía considerarlo parte de la entrevista, un comentario informal, una pregunta retórica o una simple broma. Pero llevaba demasiado tiempo en el paro como para ofenderse por aquello o por cualquier otra cosa que insinuara La Persona con Mal Aliento. A decir verdad, ella misma había pensado a veces que el nombre de Joseph David Jones no hacía honor a su marido, y tampoco a su carácter y su bondad.

—Conservé mi apellido de soltera —puntualizó para eludir la pregunta.

—Newbury, Josephine Anne —dijo La Persona con Mal Aliento, sin mirar su currículum.

Se preparó para escuchar la trillada ocurrencia a propósito de su nombre. Joseph/ine.

—¿Quiere procrear?

Tampoco esta vez supo si el tono era informal o burlón, afable o despectivo; pero, sintiendo latir en su interior el vehemente anhelo de siempre, asintió y cruzó los dedos de las dos manos, tal y como acostumbraba a hacer últimamente cada vez que surgía ese tema tan doloroso.

—¿Cómo tiene la vista?

—Perfecta —respondió, confiando en que no lo comprobasen. No se la había graduado desde hacía ocho años y últimamente los objetos lejanos habían empezado a ponerse borrosos y a temblar.

Antes de que Josephine tuviera tiempo de decidir si debía o no preguntarle cómo se llamaba, La Persona con Mal Aliento se puso en pie de repente. Josephine la siguió titubeante fuera del despacho y por el largo pasillo. Una vez más, oyó el ruido: como si hubiera un montón de cucarachas correteando detrás de las puertas cerradas, sumado a unos ocasionales quejidos mecánicos. Mientras andaban, La Persona con Mal Aliento se tomó tres pastillas de menta de un botecito que llevaba en el bolsillo interior. El mal aliento le pareció a Josephine un poco menos desagradable cuando vio que se hacía un esfuerzo por remediarlo.

La Persona con Mal Aliento se detuvo delante de una de las puertas y sacó un gran manojo de llaves. La puerta daba a un habitáculo que era poco más que un cubil rosado, con las paredes envejecidas por agujeros de chincheta y restos de cinta adhesiva. A Josephine le habrían bastado cinco pasos para tener al alcance de la mano la pared de enfrente. Encima del escritorio metálico, un anticuado ordenador zumbaba bajo la luz mortecina del tubo fluorescente del techo. Al lado del ordenador, había un montón de carpetas grises.

—Abra la primera carpeta —le ordenó La Persona con Mal Aliento, indicándole con un gesto la silla que había detrás del escritorio.

Ella hizo lo que le pedía y encontró dentro de la carpeta una hoja de papel con un confuso texto mecanografiado:

 

 

 

A esa primera página la seguían cuatro más igual de mareantes. Cuando Josephine intentó concentrar su atención en ellas, un dolor de cabeza empezó a asentarse detrás de sus ojos.

La Persona con Mal Aliento apoyó una mano blanquecina encima de las hojas.

—A usted solo le interesa la cabecera de la primera página, señora Newbury. No tiene por qué mirar nunca más allá de la línea en la que se indica el nombre y la fecha.

El dolor de cabeza remitió levemente.

La Persona con Mal Aliento clicó en el ratón. La pantalla del ordenador se encendió: una borrosa y atenuada hoja de cálculo detrás de una ventana emergente en la que se pedía la contraseña de acceso.

—H mayúscula, S mayúscula, ocho, nueve, ocho, cero, cinco, dos, cuatro, dos, tres, ocho, uno —le dictó La Persona con Mal Aliento mientras los dedos de Josephine pulsaban las teclas correspondientes.

La ventana de la contraseña mostró un mensaje rojo de error.

—HS89805242381 —repitió con impaciencia La Persona con Mal Aliento.

Esta vez los dedos fueron precisos y la hoja de cálculo se iluminó ante sus ojos.

—Bienvenida a la Base de Datos —dijo La Persona con Mal Aliento. Josephine pudo oír las mayúsculas—. Tiene acceso solo para realizar su tarea.

Al oír eso, Josephine sonrió —estaba contratada, al parecer, y ya se moría de ganas por contárselo a Joseph—.

—¿Mi tarea? —preguntó, esforzándose por no sonreír tontamente.

—Encuentre la entrada en la Base de Datos mediante la función de búsqueda —le ordenó La Persona con Mal Aliento—. Utilice el número que empieza con HS del impreso.

Ella obedeció, poniendo mucha atención en las teclas que pulsaba. El cursor saltó a la fila correcta. Ahí estaba: IRONS/RENA/MARIE, seguido de una serie de casillas rellenadas con una intrincada combinación de letras y números. Solo la casilla de más a la derecha estaba vacía.

—Coteje el número y el nombre de la Base de Datos con el número y el nombre del impreso. El impreso siempre está bien; puede darse el caso de que la Base de Datos esté desactualizada.

La Persona con Mal Aliento hizo una pausa y Josephine asintió con la cabeza. Se sentía jovencísima, como una niña en su primer día de colegio.

—A continuación, introduzca la fecha de la cabecera del impreso en la columna de la derecha de la Base de Datos.

La ponía nerviosa tener a alguien observándola con tanta atención mientras realizaba una tarea tan sencilla y tonta como teclear 090720132.

Pero entonces se dio cuenta de que esa era la fecha del día siguiente. Contrapuso el mérito de encontrar un error con la descortesía de señalarlo y se armó de valor.

—¿No tendría que llevar la fecha de hoy? —preguntó.

—Coloque la carpeta en la bandeja de salida —le ordenó La Persona con Mal Aliento, señalando el...