Lo que queda de nuestras vidas

Lo que queda de nuestras vidas

von: Zeruya Shalev

Ediciones Siruela, 2016

ISBN: 9788416854592 , 344 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

Windows PC,Mac OSX für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Preis: 11,99 EUR

Mehr zum Inhalt

Lo que queda de nuestras vidas


 

Uno


¿Era acaso que el cuarto había aumentado su tamaño o por el contrario era ella la que había encogido? En todo caso se trataba de la habitación más pequeña de ese minúsculo apartamento y ahora que yacía en la cama de la mañana hasta la noche le parecía que sus dimensiones se habían agigantado: llegar hasta la ventana habría requerido de ella dar cientos de pasos, decenas de horas, y quién sabe si le alcanzaría la vida para lograrlo. Lo que le quedaba de vida, conviene aclarar; los restos últimos de la porción del tiempo que le había sido otorgado y que para colmo de absurdos parecía, en su prolongada inmovilidad, eterno. Es verdad que su cuerpo había adelgazado y empequeñecido, que se había vuelto liviana como un fantasma, que cualquier brisa habría podido arrancarla de su lecho y que solo el peso de la manta le impedía flotar en el aire del cuarto, que cualquier soplo habría podido cortar las últimas hebras del hilo que la sujetaba a la vida... Pero quién soplaría, quién se tomaría el trabajo de soplar hacia donde ella estaba.

Sí: aún yacerá aquí, bajo su pesada manta, por los años de los años. Verá a sus hijos envejecer y a sus nietos transformarse en hombres. Sí: era amarga la indiferencia con que la condenaban a la vida eterna, pues tenía la súbita sensación de que hasta para morir es necesario algún esfuerzo, cierta fuerza de voluntad por parte del muerto en ciernes o de su entorno; se requiere una atención personal, la ansiedad de las personas que lo rodean, como si se tratara de los preparativos para una fiesta de cumpleaños. Hasta para morir hace falta una dosis de amor y ya nadie la ama lo suficiente ni ella ama ya a nadie hasta tal punto.

No es que nadie la visite. Casi todos los días aparece alguien en su apartamento, se sienta frente a ella en el sillón para, en apariencia, interesarse por su salud. Pero ella percibe la conocida desazón, se percata de las miradas furtivas al reloj, del modo en que suspiran aliviados cuando sus teléfonos suenan. De un segundo al siguiente sus voces cambian, se vuelven enérgicas y vivaces, dejan oír risas roncas, estoy en lo de mamá, le anuncian al interlocutor con un gesto de histriónica piedad, te llamo en cuanto salga, para volver a ella con esa atención hueca con la que se dignan preguntarle acerca de algo sin escuchar siquiera sus respuestas en tanto que ella les devuelve contestaciones larguísimas, les refiere hasta el más ínfimo detalle de lo que dijo el médico y recita el nombre de todos sus medicamentos ante sus miradas vidriosas. Quién de nosotros aborrece más a quién: yo a ellos o ellos a mí, se pregunta convirtiéndolos a ambos en una única cosa, a sus dos hijos que a pesar de ser tan diferentes uno del otro habían logrado, solo últimamente, unirse frente a ella, la madre anciana que yace de la mañana a la noche en la cama de su cuarto minúsculo, inmune a la fuerza de la gravedad.

El cuarto es cuadrado y está repleto de objetos. Su única ventana apunta a la aldea árabe. En la pared del norte hay un viejo escritorio y en la opuesta un armario donde guarda aquellas coloridas ropas que ya no volverá a usar. Desde siempre, un tanto avergonzada, se ha sentido atraída por los colores fuertes, se ha desentendido de las modas: camisas tipo túnicas, amplias y largas, vestidos ajustados en la cintura, faldas con tablas... Jamás supo con certeza qué le sentaba mejor y ya nunca lo sabrá. Su mirada se dirige a la mesa redonda para café que su hija la había forzado a comprar hacía muchos años, ahogada en amargo llanto a pesar de que ya era una joven adulta, vosotros me obligasteis a mudarme a ese piso horrible y encima me disteis el cuarto más pequeño, así que por lo menos podríais comprarme muebles que me gusten. Deja ya de llorar, le gritó y todo el mundo se dio la vuelta para mirarla, así que tuvo que dar su brazo a torcer, por supuesto, entre ambas tuvieron que cargar escaleras arriba la mesa, que se reveló como especialmente pesada, hasta aquella habitación que en ese momento era la de su hija. La colocaron en el centro, desde donde hacía más evidente, con la novedad de su elegante lujo, la miseria de los otros muebles.

Ahora le había tocado el turno a ella, la mesa, de envejecer: los años que habían pasado la habían oscurecido, pero las cajas de medicamentos impedían ver la pesada madera de roble. Las medicinas que le habían curado la inflamación pero que le causaron alergia, las píldoras contra la alergia, los comprimidos para regularizar el pulso, los analgésicos, los remedios para la tensión que la habían debilitado tanto, hasta el punto de haberle ocasionado aquella caída en la que se fracturó y que le dificultó desde entonces el caminar. Por momentos desea amontonarlas en una colorida pila sobre la cama, clasificarlas de acuerdo a sus tintes y construir con ellas una casita con un tejado rojo, paredes blancas, verde césped, un padre, una madre y sus dos niños.

Qué fue todo esto, se pregunta. Ya no el porqué de lo que pasó o el sentido que tuvo todo, sino qué fue, en definitiva, cómo fue la progresión de los días que la llevaron hasta ese cuarto, hasta esa cama, cuál fue el contenido de esas decenas de miles de días que treparon por su cuerpo como hormigas al tronco de un árbol. Debería recordar, pero ya no recuerda. Incluso si se esforzara, si reuniese todos sus recuerdos como si se trataran de viejas notas y las pegara una junto a la otra, solo alcanzaría a vislumbrar algunas semanas. Dónde está el resto, todos sus años: aquello que olvide ya nunca existirá y quizá jamás sucedió en realidad.

Como después de un naufragio, debe ocuparse ahora, en sus últimos días, de luchar contra el olvido, de conservar el recuerdo de los que se han ido. Al mirar por la ventana le parece que allí la espera el lago que había agonizado frente a sus ojos, el brumoso lago y las blandas marismas que lo rodeaban, neblinosas y pobladas de cañaverales cuya altura era capaz de ocultar a un hombre de pie y desde los que irrumpían, con un emocionante aleteo, bandadas de aves migratorias. Allí estaba su lago, en el corazón de su valle, el que yace a los pies del Hermón y llega hasta los montes de Galilea, sujeto con garfios de lava cristalizada... Si solo pudiera levantarse de la cama y alcanzar la ventana, podría verlo nuevamente. Intenta incorporarse, medir con los ojos la distancia. Su mirada vaga entre la ventana y sus doloridas piernas. Desde aquella caída siente que caminar es como un vuelo arriesgado, pero el lago está allí esperando que ella lo mire, doliente como ella misma. «Ponte de pie, Hemda’le1», oye a su padre azuzándola: otro paso, otro pasito más.

Ella había sido el primer bebé nacido en el kibutz, objeto de las miradas generales cuando daba sus primeros pasos en el salón comedor comunitario. Daba la sensación de que toda la nostalgia por los hermanos menores abandonados en los países de origen, por sus propias infancias cercenadas por una impiadosa ideología; todo el amor por los padres a quienes no habían vuelto a ver desde el momento en que decidieron marcharse, algunos con ira y algunos con el corazón roto; todas esas emociones se congregaron allí, en ese salón apenas hacía poco construido. La contemplaban con ojos brillantes, la azuzaban a caminar para satisfacerlos a ellos, a sus ancianos padres, a sus hermanos que entretanto ya habían crecido y en pocos años más serían exterminados. Atemorizada aunque deseosa de complacerlos, ella se alzaba sobre sus piececitos temblorosos cogida de la mano de su padre. Acaso ya entonces despedían sus dedos olor a pescado o quizá fue después, cuando se mudaron al nuevo kibutz junto al lago y las marismas, el kibutz que había sido fundado para secar el lago y las marismas, y ella extiende un vacilante pie hacia delante en el instante mismo en que su padre la suelta y todos los presentes la ovacionan y aplauden en su honor con un pavoroso escándalo, y ella cae hacia atrás y rompe a llorar bajo la celeste y obstinada mirada de su padre, quien la alienta a incorporarse e intentarlo nuevamente, a demostrarles a todos que ella era capaz de superar la caída, solo un pasito más, pero ella se ha quedado de espaldas sabiendo que no podría ofrecerle aquel obsequio y que jamás su padre la perdonaría por eso.

A partir de entonces y durante dos años se resistió a caminar, hasta los tres años hubo que llevarla en brazos como si fuera tullida a pesar de que los exámenes no indicaban nada y ya consideraban la posibilidad de enviarla a un especialista en la lejana Viena, bebés nacidos después que ella ya correteaban y solo ella permanecía echada de espaldas en su parque con la vista fija en la copa del lentisco cuyas ramas estaban decoradas con pequeñas bolitas rojas como píldoras. Las ramas le hablan con susurros y ella les sonríe: ellas son las únicas que no la presionan, solo ellas aceptan su silencioso existir pues su padre no se ha dado por vencido: abrumado por la culpa, la ha llevado de médico en médico por si se hubiera dañado su cerebro en aquella caída, hasta que un experto en Tel Aviv dictaminó finalmente: «No tiene ningún problema en su cerebro, solo tiene miedo de caminar. Lo que debe hacer es hallar algo que la asuste todavía más».

¿Qué sentido tiene asustarla todavía más?, preguntó su padre. El médico contestó: «No hay otra opción. Si quiere que la niña comience a andar, debe lograr que le tema más a usted que al caminar mismo». Desde ese momento su gallardo padre le sujetó la espalda con una toalla como si se tratara de un cabestro, al tiempo que la obligaba a escapar y le propinaba fuertes golpes cuando la niña se resistía. Lo...