Diario de un testigo de la guerra de África

Diario de un testigo de la guerra de África

von: Pedro Antonio de Alarcón

Linkgua, 2010

ISBN: 9788498970371 , 542 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 3,99 EUR

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Diario de un testigo de la guerra de África


 

TOMO II


I. Batalla de Tetuán


Del campamento enemigo, a 4 de febrero de 1860.

Tú, infanda Libia, en cuya seca arena

cayó vencido el reino lusitano

y se acabó su generosa historia,

no estés alegre y de ufanía llena

porque tu temerosa y flaca mano

alcanzó tal victoria, indigna de memoria;

que si el justo dolor mueve a venganza

alguna vez el español coraje,

despedazada con aguda lanza

compensarás muriendo el hecho ultraje,

y Luco, amedrentado, al mar inmenso pagará

de africana sangre el censo.

Herrera.

¡Victoria! ¡Victoria! ¡Dios ha combatido con nosotros! ¡Tetuán será nuestro dentro de algunas horas!

¡Echad las campanas a vuelo!, ¡vestíos de gala!, ¡corred a los templos y alzad himnos de gratitud al Dios de las misericordias! ¡Regocijaos, españoles! ¡Pasead en triunfo, por ciudades y aldeas, por campos y montañas, el pabellón morado de Castilla! ¡Empavesad los barcos! ¡Prended de los balcones vistosas colgaduras; recorred las calles con músicas y danzas; visitad los sepulcros de nuestros mayores; despertad de su sueño eterno a los once Alfonsos, a los Sanchos y Fernandos, a Isabel la Católica y a Cisneros, al Cid y a don Juan de Austria; encomendad al padre Tajo que lleve la fausta nueva a nuestro hermano el Portugal; repique gozosamente la campana de la Vela, cubrid de negros paños el alcázar de Sevilla y la Alhambra; sembrad de flores las llanuras del Salado, de las Navas y Clavijo; resuenen desde Irún a Trafalgar y desde Reus a Finisterre salvas y aplausos, vítores y serenatas; canten los poetas; entonen un Tedéum los sacerdotes; enjuguen su llanto las madres, las huérfanas y las viudas que han perdido en esta guerra las más queridas prendas de su alma, y sea la tierra leve, y gloriosa la resurrección a los ínclitos héroes que han muerto a nuestro lado!

Pero dejemos ya la poesía de las palabras y vengamos a la poesía de los hechos. La mera fecha de este capítulo lo dice todo... ¡Hemos vencido una vez más! ¡Hemos vencido una vez para siempre! ¡Hemos coronado nuestra larga obra! Estamos a las puertas de Tetuán: los campamentos enemigos han caído en nuestro poder; los ejércitos marroquíes huyen deshechos y atribulados por esas montañas. ¡Sus cañones, sus tiendas, sus equipajes, sus víveres todo lo han dejado en nuestras manos! Escribo en la tienda del príncipe y general Muley-Ahmed. Nuestros más humildes soldados dormirán esta noche sobre las alfombras y bajo las tiendas de los vencidos jefes del imperio. ¡El pabellón de España ondea sobre la Torre de Jeleli, sobre la tienda de Muley-Abbas, sobre cien quintas y caseríos! Los himnos que tocan en este instante nuestras músicas son repetidos por los ecos de las murallas de Tetuán. Nuestros cañones, puestos ya en batería, amenazan a la ciudad infiel, y solo la inclemencia y el respeto a la desgracia nos impiden reducirla a escombros... ¡Qué triunfo tan rápido, tan completo, tan maravilloso! Anoche a estas horas (bien lo recordaréis) nos hallábamos a dos leguas de aquí, en la arenosa playa, agitados por mil ocultos temores. Hoy... ya está todo terminado. La misma guerra acaso ha concluido. El sitio de la plaza será de todo punto innecesario. ¿Qué puede hacer sino rendirse? ¡Se acabó, pues, la sangre! ¡Terminó el largo martirio de nuestras tropas! ¡Oh, qué dichosa será España dentro de algunos momentos! ¡Patria del corazón! ¡Cómo nos gozamos desde ahora en tu alegría!

Pero demos tregua por un instante a tan noble entusiasmo. Recordemos el día de hoy; retrocedamos a nuestro antiguo campamento; describamos la portentosa batalla, antes de que nuevas impresiones borren o empalidezcan sus vivísimas imágenes; hagamos, en fin, que vuelva a aparecer en oriente el fausto Sol que acaba de ocultarse, y alumbre otra vez su bendecida llama este venturoso 4 de FEBRERO, que vivirá eternamente en las páginas de la historia.

• • •

Toda la noche de ayer sopló un helado viento del norte, que por vez primera nos hizo probar este año el riguroso frío del invierno. Antes del día nevó un poco, después de lo cual mudose el viento en manso levante, que dulcificó la temperatura y convirtió la nieve en ligera llovizna. Por último, al amanecer de hoy observamos que todos los buques surtos en la rada se hallaban ya en franquía, dispuestos a abandonarnos si arreciaba el viento; en cuya virtud, y visto el cariz que presentaba la atmósfera, revocose la orden de decampar, y se mandó a todo el ejército esperar armado y con los equipajes corrientes hasta recibir nuevo aviso. ¡Figuraos nuestra desesperación!...

Pero, dichosamente, a eso de las ocho y media quiso Dios que se cambiara de pronto el levante en poniente seco y apacible: despejose inmediatamente el cielo; salió el Sol, y los vapores apagaron en el acto sus calderas.

Diose, pues, resueltamente la orden de marcha, y la más dulce alegría volvió a todos los corazones.

Un momento después no había otras tiendas a las orillas del Martín que las del CUERPO DE RESERVA, el cual debía permanecer allí defendiendo los fuertes últimamente construidos y protegiendo nuestra retaguardia. Las demás tiendas desaparecieron como por encanto, y una larga hilera de acémilas empezó a desfilar río arriba con dirección a Tetuán. Es decir, que jugábamos el todo por el todo.

Entretanto, la tropa había tomado un ligero rancho y se formaba ya por batallones en el lugar que antes ocupaban sus tiendas. El general en jefe y su cuartel general recorrían la llanura en observación del enemigo, y los oficiales de estado mayor iban de un lado a otro, a todo escape, transmitiendo órdenes y organizando la expedición.

En el campamento moro notábase también alguna novedad. El número de sus tiendas se había aumentado, y muchas habían cambiado de lugar durante la noche, ocupando ahora las crestas de las montañas, cual si se hubiesen puesto también en franquía... Indudablemente, los moros sabían que les atacábamos hoy.

Dada la señal de partir, las tropas atravesaron el río Alcántara por cuatro puentes que el cuerpo de ingenieros había echado anoche al amparo de las tinieblas, y a los pocos minutos de marcha aparecían formadas a la vista del enemigo, en el mismo orden que debían conservar durante toda la refriega.

Este orden era el siguiente:

El Segundo Cuerpo, al mando del general Prim, marchaba por la derecha, con dos brigadas escalonadas por batallones, y las otras dos, a retaguardia, en columnas cerradas. Entre unas y otras iban dos baterías de montaña y dos del segundo regimiento montado.

El Tercer Cuerpo, mandado por el general Ros, caminaba a la izquierda en la misma forma, llevando en su centro tres escuadrones del regimiento de artillería de a caballo.

Entre ambos cuerpos de ejército iba el regimiento de Artillería de Reserva, precedido de los Ingenieros.

Y detrás de estos extendíase toda nuestra CABALLERÍA en dos líneas, como cerrando la marcha y escoltando a las masas de batallones.

En cuanto al CUERPO DE RESERVA, a las órdenes del general don Diego de los Ríos, ya dejo indicado que debía avanzar independientemente por nuestro flanco derecho, hasta la altura del Reducto de la Estrella, en donde permanecería amenazando de continuo la extrema izquierda del campamento moro; pero sin empeñar acción, a menos que el enemigo cayese sobre él o intentase atacar nuestra retaguardia.

Quedaban con este cuarto cuerpo dos baterías, una de ellas de montaña, y la otra del quinto regimiento montado.

Cerca de una hora pasaría aún sin escucharse ni un solo tiro. El Segundo y el Tercer Cuerpo adelantaban lentamente por el llano, con el arma al hombro y en la más correcta formación. Un silencio imponente y majestuoso reinaba en las filas, interrumpido tan solo por el acompasado andar de las masas sobre la hierba y por el áspero crujir de las ruedas de los cañones.

A eso de las diez se saludaron al fin los dos ejércitos. Una de las lanchas cañoneras que subían por el Martín protegiendo nuestro flanco izquierdo contra el daño que a mansalva hubiera podido hacérsenos desde el lado allá del río, avistó algunos moros que venían por aquel lado y les hizo fuego. Este primer cañonazo bastó para alejarlos; pero, como si aquella hubiese sido una señal aguardada con impaciencia, a nuestro disparo respondieron inmediatamente los cañones de las trincheras moras, y diose por principiada la batalla.

Los gruesos proyectiles que nos lanzaba el enemigo alcanzaban a nuestros batallones, si bien no les causaban gran daño. Los artilleros marroquíes tiraban por elevación, y las balas caían en los claros de nuestras filas. Seguimos, pues, caminando, sin atender a aquel mal dirigido fuego ni contestarles por entonces.

Así llegamos a situarnos a unos mil setecientos metros de las baterías contrarias. Su cañoneo era cada vez más vivo; la Torre de Jeleli había unido sus disparos a los de la llanura; los globos de plomo pasaban zumbando sobre nuestra frente, como aerolitos atraídos por la tierra; las columnas de aire que conmovían azotaban a veces nuestro rostro, y el golpe brusco y ahogado que daban al sepultarse en el suelo se parecía al último resoplido del toro cuando fenece o de la locomotora cuando se para.

Los moros entretanto, viendo que nuestro movimiento era siempre de frente y con dirección al extremo sur de sus trincheras, comprendieron en parte nuestro plan; y, dejando a sus cañones y a sus infantes el cuidado de defender los amenazados...