Burgueses imperfectos - Heterodoxia y disidencia literaria en Cataluña: De Josep Pla a Pere Gimferrer

von: Jordi Gracia

Fórcola Ediciones, S.L., 2016

ISBN: 9788416247264 , 151 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 9,99 EUR

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Burgueses imperfectos - Heterodoxia y disidencia literaria en Cataluña: De Josep Pla a Pere Gimferrer


 

prólogo a la edición castellana


Este libro es en apariencia la traducción de un ensayo sobre la heterodoxia en las letras catalanas del siglo xx titulado Burgesos imperfectes, publicado en catalán en La Magrana en 2012. En la práctica, se ha convertido en un libro distinto porque he hecho numerosos cambios, que resumo así: he eliminado dos capítulos, he reescrito íntegramente el primero y más largo, «Una tradición desprotegida», y he redactado de nuevo el epílogo abreviándolo. Hoy no ha perdido el sesgo político, pero ha ganado coherencia con respecto a lo que se propone el libro como tal: una mirada interpretativa a las formas de disidencia intraburguesa en las letras catalanas del siglo xx.

Este libro, sin embargo, no se ocupa de política, sino de la relación de los intelectuales con los discursos mayoritarios, los prejuicios efectivos pero invisibles, las opiniones compartidas por una sociedad: las creencias, los valores, los pactos tácitos de una clase de poder. Intenta detectar los impulsos disidentes o heterodoxos que aportaron un puñado de escritores a lo largo del siglo xx desde la acritud, el humor, la severidad o la lírica, todo a la vez o cada uno por separado. En buena medida, actuaron como agentes desestabilizadores o guerrilleros éticos contra su propia clase, contra su cobardía, su egoísmo, su miedo, su fe obtusa o su sumisión natural.

A pesar de ello, nadie asigna hoy ese papel a ninguno de los autores centrales de este libro porque han pasado ya por encima de ellos, a veces pisoteándolos, los protocolos de beatificación cultural de las sociedades desarrolladas. Los necesitan cepillados, banalizados y limpios, pasados por la secadora y planchados al vapor. A mí, sin embargo, me parecen mucho más estimulantes cuando todavía van despeinados y sin afeitar, con la ropa arrugada y algún lamparón; cuando no les ha pasado por encima un plan de estudios o una placa con su nombre en la biblioteca del pueblo. Por eso quizá la propuesta más invisible de este libro es también la más ambiciosa: restituir a sus autores el valor heterodoxo que tuvieron en su momento, como voces disidentes fuera de control e imprevisibles. Mi objetivo es rehabilitar ese significado cuando la posteridad o la consagración oficial todavía no les ha impuesto la rigidez del almidón.

Prácticamente todos los autores que he elegido son canónicos: ninguno de ellos obedece a parámetros de subversión o rebelión evidentes, y tampoco han sido transgresores o impugnadores taxativos del orden. Sin embargo, se sitúan y se situaron muy a menudo como observadores aprensivos de las manías y prejuicios de su sociedad, de su tiempo y de su clase. Se atrevieron a ensayar variaciones de un talante ético que los separó de los valores mayoritarios o los colocó en posiciones marginales, a pesar de que hoy ocupen posiciones centrales. Precisamente ahí reside el espejismo. El magisterio que les asigna la actualidad no consagra su valor originario de rebeldía o insumisión, sino lo contrario: cloroformiza su papel y difumina etapas muy beligerantes de sus biografías intelectuales.

Mi propuesta es explicar sus salidas de tono y sus irreverencias calculadas, su capacidad para mantenerse lejos de los prejuicios de la tribu o para asumirlos sólo fingidamente. Me atrae la continuidad intermitente de un talante dispuesto a correr el riesgo de eludir la norma y el dogma del momento, sin repudiar las normas de la sociedad a la que habla ni desde luego cortar los canales de comunicación: son disidentes integrados en los circuitos de su misma clase, comunidad o entorno cultural.

Pretendo reconstruir las estrategias a través de las cuales imponen al lector —a las clases medias, a la burguesía más o menos culta— su formación ilustrada o su escepticismo macerado, sin dejarse engullir por la presión de la conveniencia o del oportunismo. Eso hicieron con múltiples variaciones Josep Pla y Agustí Calvet, Gaziel, Joan Oliver o J. M. Ferrater Mora, Joan Ferraté y Josep Maria Castellet, Pere Gimferrer y Joan Margarit. La paradoja central que vertebra el libro es esa zona fronteriza en la que el escritor actúa con un impulso disidente de su clase desde el interior de su clase: aspira menos a un estallido revolucionario que a desestabilizar el conformismo del lector medio. Encarnan variantes diversas de la rebeldía resignada o de la insolencia amena; actúan como ácidos sin efecto corrosivo, pero sí correctivo y catártico. No creen en la libertad integral o incondicional ni son románticos o idealistas banales; saben que no hay un público, sino públicos; saben que los prejuicios son necesarios y saben que los prejuicios cambian. Saben que cada uno de ellos ha cambiado y cambiará a lo largo de los años, pero no asocian el cambio con la traición innoble, sino con la madurez y la lucidez adquiridas; no se sienten leales a la retórica encendida de la Patria, ni de la Cultura, ni de Esencia alguna, sino fieles a la verdad moral lentamente obtenida y muy a menudo demasiado abrumadora como para callarla, y demasiado sobrecogedora como para enunciarla desnudamente. Han sido perfectos burgueses, por así decirlo, pero burgueses exigentes con su clase; se sienten más cerca del moralista del siglo xviii que del preceptista; son más irónicos que dogmáticos, más ecuánimes que sectarios: burgueses, pero burgueses imperfectos.

Parece un contrasentido, en efecto, porque quizá sigamos creyendo que el disidente se expresa con un grito de ruptura o un gesto iconoclasta mientras le cala una barretina a la Gioconda. Ciertamente, la vanguardia de los años veinte y treinta fue una forma lúdica, agresiva y provocadora de heterodoxia; pero lo fue porque su proyecto soñaba la subversión integral del poder a través del arte y la política. En sociedades con niveles de formación intelectual incomparablemente más altos que entonces, esta noción de heterodoxia es demasiado antigua e incluso invenciblemente folclórica; no la llamaría rancia, pero, con seguridad, sí es previa al cataclismo de la Segunda Guerra Mundial y a la afortunada hegemonía en Europa de la socialdemocracia.

Los vanguardistas históricos fueron hijos de la burguesía enfrentados a la sociedad burguesa. Después de la Segunda Guerra Mundial, la heterodoxia perdió el aroma heroico y buena parte de la dinamita iconoclasta y juvenil. Desde entonces ha ido creciendo otro tipo de combate más lento y diferido, aleccionado además por la rapidísima integración social y popular de los aspavientos de la vanguardia histórica. El caso de Salvador Dalí es paradigmático y exagerado. El escándalo provocador convivió hasta el final de su vida con la heterodoxia de la que pretende hablar este libro. Al mismo tiempo que ganaba dinero a espuertas o se apuntaba a la más estridente de las fanfarrias de la mercadotecnia, era también el escritor secreto y vertiginoso de la autobiografía, de sus diarios, de los ensayos de pensador original. Construía heterodoxia mientras encajaba admirablemente en los nichos del arte como mercancía pop, o pre-pop.

El primer disidente

La heterodoxia moderna es a menudo menos efectista. Puede ser gradual y reformista, puede ser burguesa porque no pretende la sustitución de un orden social por otro, sino la corrección más o menos profunda del mismo orden o de sus peores debilidades. Y quizá el primer nombre para acercarse a esta tipología en Cataluña es tan clásico como el de Joan Maragall y su civismo crítico, leído a través de la agudísima mirada de Joan Fuster en un libro tan libre como Causar-se d’esperar (1965). Dicho con gran simplificación, Joan Maragall entendió que su clase incurría en julio de 1909, durante la Semana Trágica, en una traición a su pueblo que la envilecía como clase y desenmascaraba sus más egoístas e insolidarias intimidades: había sido corresponsable de aquella catástrofe y en su gen ético estaba asumir la responsabilidad parcial que le correspondía.

Joan Fuster examinó el caso con cuidado porque de la reacción cívica de Maragall podían derivarse algunas consideraciones esenciales para entender el territorio fronterizo en el que actúa el moralista contra su tribu. Fuster sospechaba que los prejuicios ideológicos de la izquierda de los años sesenta impedían ver con suficiente claridad la energía con la que Maragall señaló la culpa de su propia clase en el estallido de la Semana Trágica. El diagnóstico no lo hizo desde las trincheras revolucionarias, sino desde la exigencia ética. No abjuró de su posición social; actuó precisamente como burgués: «Diguem-ne burgès sense posar fel a la paraula»1, dice Joan Fuster, intentando mitigar la dosis de hostilidad descalificadora que tenía la palabra en la izquierda antifranquista y de familia marxista.

El matiz de Fuster es muy importante e indica el punto al que quiero llegar. En los años sesenta la asociación entre burguesía, opresión de clase y derecha reaccionaria es ineludible en los medios antifranquistas y progresistas. La burguesía es la clase opresora y sus agentes públicos más peligrosos son justamente los intelectuales de clase, vendidos a intereses mezquinos y brillantes legitimadores de la perpetuación explotadora del capitalismo… En ese contexto iba muy a contracorriente la defensa de la naturaleza esencialmente burguesa de la heterodoxia de Maragall, y por eso reclama Fuster que se le evalúe como el excepcional burgués que incurre en la imperfección de censurar el egoísmo o la irresponsabilidad de su clase.

El efecto colateral de ese...