Breve historia de Hernán Cortés

von: Francisco Martínez Hoyos

Nowtilus - Tombooktu, 2014

ISBN: 9788499675565 , 288 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 7,99 EUR

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Breve historia de Hernán Cortés


 

Introducción


Pocos personajes históricos han generado visiones tan contrapuestas como Hernán Cortés. Para sus admiradores, es el héroe de una gesta irrepetible: con apenas unos centenares de hombres, logró apoderarse del Imperio azteca, y lo hizo en unas circunstancias tan adversas que el biógrafo Bartolomé Bennassar lo ha llamado «el conquistador de lo imposible». Para sus críticos, en cambio, representaría el arquetipo de los bárbaros que se abalanzaron sobre el Nuevo Mundo, tan sedientos de oro y esclavos que para conseguirlos no repararon en medios, por atroces que fueran. De ahí que un libro titulado Malos de la Historia de España lo incluya en su lista de perversos. De él se hace un retrato negrísimo, lógicamente: «Cortés era astuto, mentiroso, maquiavélico, atributos del político renacentista que le sirvieron mucho para dividir a los indígenas y utilizar las divisiones en su favor». Para los autores de este estudio, Juan Carlos Losada y Gabriel Cardona, la actitud del español, al abusar ostensiblemente de Moctezuma, el emperador azteca, se situaría en las antípodas del código del honor caballeresco.

De hecho, esta visión oscura es la que ha predominado en el imaginario popular. ¿Responden tales acusaciones a la realidad objetiva o, por el contrario, obedecen a una leyenda negra orquestada con talento? Lo cierto es que la controversia arranca ya en el siglo xvi. Si las fuentes aztecas, recogidas por fray Bernardino de Sahagún, presentaban a un Hernán Cortés obsesionado con las riquezas, las crónicas españolas dibujaban a un paladín a la altura de los personajes homéricos. Si un Bartolomé de las Casas denunció terribles matanzas, uno de los conquistadores, Bernal Díaz del Castillo, rechazó el cargo con indignación por ser, a su juicio, fruto de la fantasía.

En realidad, la documentación desmiente las posiciones extremas. A quien piense en Cortés como en una especie de Hitler con armadura y arcabuz, le sorprenderá saber que el extremeño llegó a denunciar ante el rey los abusos de sus compatriotas con la población indígena: «Ya falta más de la mitad de la gente de los naturales, a causa de las vejaciones y malos tratamientos que han recibido». El conquistador se refería a la actuación de las autoridades novohispanas, que habían aprovechado su ausencia de México, con motivo de un viaje a España, para cometer todo tipo de desmanes. Otro asunto es hasta qué punto le importaban los derechos de seres humanos concretos o, si por el contrario, se limitaba a lamentar la destrucción de una fuente de riqueza, lo que hoy denominaríamos «recursos humanos». Para Tzvetan Todorov, su comportamiento encarna una llamativa contradicción: a la misma persona que cae deslumbrada ante una cultura ajena, no se le ocurre pensar que sus artífices sean personas individuales. Desde esta óptica, Cortés vendría a ser el equivalente de los actuales turistas, que al viajar por el Tercer Mundo valoran la artesanía local sin preocuparse por los artesanos. Y, sin embargo, su testamento da a entender que sentía remordimientos por las injusticias cometidas… Personaje poliédrico como pocos, se resiste una y otra vez a las definiciones fáciles.

Nos encontramos, pues, ante unos hechos que exigen una muy difícil valoración. Entre otras razones porque se producen en un universo mental muy distinto al nuestro, en el que nociones como libertad o derechos humanos resultan por completo extrañas. Alguien podría objetar que el mandamiento religioso «No matarás» existía desde mucho antes, pero este es un argumento simplista. Los conquistadores, en tanto que cristianos, tienen la obligación de aceptar los preceptos bíblicos. Pero los mismos, como cualquier texto, son susceptibles de interpretación. Para un creyente de la época, empuñar las armas no ofrecía ningún problema moral siempre que de por medio hubiera una causa justa. Algo que podía hallarse con facilidad, a partir de argumentos más o menos sinceros sobre la necesidad de llevar la luz de la civilización a naciones esencialmente bárbaras.

Si se quiere ser objetivo, hay que huir tanto de la leyenda negra como de la leyenda rosa, sin dejar de reconocer que en ambas se encuentra una parte de razón. Más que de juzgar a un personaje, se trata de comprenderlo, algo que no es sinónimo de justificar cada uno de sus desafueros. Y esta labor de discernimiento exige abrirse a una realidad compleja, en la que perviven tanto elementos medievales –el guerrero caballeresco aún representa un modelo a seguir–, como renacentistas. Por encima del honor, lo que primará será la despiadada razón de estado, que prescribe el uso de la crueldad si de ella se deriva un bien público. Maquiavelo, el más destacado apologista de esta mentalidad, no duda en prescribir al hombre político un pragmatismo que huye de las consideraciones morales: «Y hay que saber esto: que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede cumplir todas las cosas que hacen que llamen bueno a un hombre, sino que necesitará con frecuencia para mantener el estado, obrar contra la palabra dada, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión».

Nos hallamos, pues, en un campo minado en el que las palabras van cargadas de connotaciones. El concepto de ‘conquista’, por ejemplo, se ha cuestionado por su contenido colonial, ya que implicaría que los únicos protagonistas fueron los españoles, relegando a los indígenas al papel de simples comparsas. Sin embargo, otras alternativas también ofrecen problemas, como la propuesta del Gobierno mexicano con motivo de los fastos del quinto centenario del primer viaje colombino. Lo que se produjo en 1492 no habría sido un descubrimiento sino un «encuentro», término que resulta demasiado suave al disimular el ejercicio del poder por parte de unos y la sumisión a la que se vieron sometidos otros. Como dice el historiador Arndt Brendecke, las agresiones quedan así desdibujadas.

Pero esta violencia, indudable, no se dio sólo en una dirección, la de los agresivos conquistadores hacia los nativos indígenas inocentes e indefensos, a los que el mito del buen salvaje condena a una nueva forma de paternalismo. Desde una óptica indigenista se suele suponer que la llegada de los españoles marcó el inicio de la opresión de los pueblos autóctonos, como si la América prehispánica fuera una sociedad poco menos que idílica. Esta visión, por desgracia, enmascara las tensiones en el mundo prehispánico, dividido, como el europeo, en opresores y oprimidos. Un historiador mexicano, Federico Navarrete Linares, critica con razón el maniqueísmo que ha invadido la historia tradicional de su país, al contraponer al indio «bueno» con el «malvado» blanco. «En esa guerra atroz, ambos bandos cometieron crueldades y algunas de las peores estuvieron a cargo de los mexicas y los aliados indígenas de los españoles, que se vengaban así de ofensas recibidas».

Se trata, por tanto, de aparcar prejuicios y de ponerse en la piel de los tlaxcaltecas o los totonacas: estos no apoyaron a Hernán Cortés porque fueran traidores, sino porque realizaron una evaluación de costes y beneficios. Se les presentó una ocasión única para librarse de la dominación azteca y decidieron aprovecharla. En cuanto a los españoles, intentemos colocarnos en el lugar de unos hombres que, al llegar a tierras americanas, se hallaron frente a un mundo que desconocían por completo, sin apenas puntos de referencia para comprenderlo. Todo en él ofrecía fascinantes novedades. López de Gómara, en su Historia general de las Indias, expresa muy bien este sentimiento de maravilla ante los incesantes hallazgos. Nada se parecía a la vieja Europa, ni el entorno natural ni las culturas de los pueblos nativos:

Los animales en general, aunque son pocos en especie, son de otra manera; los peces del agua, las aves del aire, los árboles, frutas, yerbas y grano de la tierra, que no es pequeña consideración del criador, siendo los elementos una misma cosa allá y acá. Empero los hombres son como nosotros, fuera del color, que de otra manera bestias y monstruos serían y no vendrían, como vienen de Adán.

Por tanto, aunque los colonizadores pretendieran reproducir el modelo de Castilla, el resultado tuvo que ser forzosamente distinto. ¿Fue Hernán Cortés el representante arquetípico de este poder español? Sus expediciones, como más tarde las de Pizarro, responden a lo que ahora llamaríamos «iniciativa privada». De ahí que sus protagonistas posean un acentuado orgullo: consideran que el mérito les pertenece a ellos en solitario, en tanto que actores de una gran hazaña sin el respaldo de su metrópoli. Díaz del Castillo así lo afirma en el comienzo de su Historia verdadera, cuando proclama que sus compañeros descubrieron la Nueva España, el actual México, a su costa, «sin ser sabedor de ello su majestad». Sin nadie que...